El regalo de lo sencillo
- Darón Lemus
- 5 nov
- 5 Min. de lectura
Cuando aprendí que no necesitas tenerlo todo para sentirte pleno… solo necesitas tener a Dios.
“Hubo momentos en los que el dinero apenas alcanzaba, donde la quincena era una cuerda floja y el margen entre lo esencial y lo imposible era mínimo. No era una mala época… tampoco una de vacas gordas. Era más bien una estación para decidir: ¿me enfoco en lo que falta, o agradezco lo que tengo?”

Recuerdo bien esos días. No me faltaba el pan de cada día, pero la quincena llegaba al límite. Un quetzal más o menos marcaba la diferencia. No podía darme lujos, ni improvisaciones. Pero en medio de esa tensión, algo comenzó a pasar: mi relación con Dios se hizo más fuerte.
La oración fue mi mejor estrategia. No multiplicó mis ingresos, pero sí mi paz. Empecé a notar que lo poco rendía. Que no necesitaba más para ser feliz. Que mi felicidad no dependía del próximo ascenso o del nuevo celular… sino de la gracia de sentirme sostenido por Aquel que nunca deja de proveer.
Cuando vivir agradecido es suficiente
Siempre he sido alguien que quiere más. Que lucha, que sueña, que escala. Que fija metas y las persigue hasta lograrlas. Pero aprendí algo valioso en el camino: la ambición sin gratitud se vuelve esclavitud. Puedes alcanzar la cima… y aún así sentirte vacío. Puedes tener más dinero, más reconocimiento, más éxito… y no sentir más paz.
Porque no se trata solo de llegar, sino de quién eres cuando llegas.
Con el tiempo entendí que la vida no se trata únicamente de avanzar, sino de aprender a detenerse, aunque sea por un instante. A mirar donde estás, no donde aún no has llegado. A reconocer que la bendición no empieza cuando alcanzas algo grande, sino cuando aprendes a agradecer lo pequeño.
Hoy creo que el verdadero éxito no es nunca parar… sino poder hacer una pausa, respirar profundo, sonreír, mirar hacia atrás y decir:
“Señor, gracias por no soltarme.”
Gracias por las veces que me abriste puertas.
Pero también por las veces que me cerraste otras para protegerme.
Gracias por lo que recibí… y por lo que no llegó, porque no lo necesitaba.
No se trata de frenar tus metas, sino de saborear el camino.
De reconocer que no todo es correr…
también hay que vivir, respirar, compartir, contemplar.
Que no todo es “lograr más”, sino agradecer lo que ya existe.
Que no hay éxito verdadero si va acompañado de ansiedad, comparación u orgullo.
La gratitud pone todo en su lugar.
Te devuelve el corazón al centro, te baja la velocidad, te enciende los ojos.
Y cuando agradeces lo que tienes, descubres que nunca estuviste tan bendecido como ahora… aunque tus metas aún no estén cumplidas.
El día que entendí lo que es dar… sin esperar
Un día conocí a Chepito. No entró a mi vida como un amigo, ni como compañero… sino como alguien que simplemente pasaba cada semana por donde yo trabajaba, ofreciendo su servicio de lustrador de zapatos.
Era un joven del interior del país, de unos veintitantos años. A primera vista, lo que más llamaba la atención de él no era su oficio… sino su actitud: siempre saludaba con una sonrisa, con respeto, con gratitud, aunque fuera una mañana difícil. Pero había algo más en su mirada... una mezcla de necesidad y esperanza.
Con el tiempo, me enteré que estudiaba los fines de semana para terminar su primaria por madurez. Que su familia vivía lejos, y que él había llegado a la capital con la misión de buscar una mejor vida para ellos. Que aunque vivía con lo justo, tenía una ambición sana: la de alguien que no se conforma, pero no se queja.
“No sé por qué, pero él me empezó a inspirar. Sin decir mucho, Chepito me predicaba con su forma de ser.”
Un día le pregunté si tenía algún sueño. Me dijo:
— Quiero sacar mi sexto grado, seguir estudiando, y un día poder tener un trabajo donde ya no tenga que lustrar… quiero que mi mamá se sienta orgullosa de mí.
Ese día algo se movió en mí. Sin planearlo, decidí apoyarlo. Comenzamos con un acuerdo: yo lo ayudaría con lo económico para sus estudios, pero él debía esforzarse y pasar sus exámenes. Cada vez que llegaba con una buena calificación, celebrábamos como si fuera un campeonato. Ver su cara de alegría era suficiente pago.
Pero no todo fue fácil. Hubo momentos donde su mamá enfermaba y no tenía para las medicinas. Donde se quedaba sin dinero para el bus. Donde simplemente no podía más… y me pedía ayuda.
Y sí, claro, hubo quienes me decían:
— ¿Y si te está viendo la cara? ¿Y si se aprovecha?
Pero yo no lo veía así. Para mí, él confiaba en mí como a veces uno confía solo en Dios: con todo el corazón.
Y yo decidía corresponderle… no como benefactor, sino como hermano. Porque si yo podía ser ese puente, aunque sea pequeño, ¿por qué no hacerlo?
“Q200 para él era mucho. Para mí, podía ser poco. Pero el efecto que ese acto de generosidad tenía… era inmenso”
Cada vez que lo ayudaba, no solo él me daba las gracias. Dios también lo hacía (en silencio) sembrando en mí una felicidad que ningún logro profesional me ha dado.
“El hombre generoso se alegra y prospera, y el que ayuda será ayudado” - Proverbios 11, 25
Lo que entendí sobre la felicidad
Por mucho tiempo creí que la felicidad era algo grande. Un gran logro. Un gran amor. Un gran sueldo. Pero hoy sé que muchas veces, la felicidad viene envuelta en lo simple:
En una comida compartida
En ayudar sin ser visto
En escuchar sin interrumpir
En dar sin esperar
La felicidad real no grita… susurra. Llega en forma de paz. Se manifiesta en sonrisas sinceras. Y siempre (siempre) deja a Dios como autor.
Te comparto esta oración para vivir con un corazón generoso
Señor, gracias por enseñarme a valorar lo poco y descubrirte en lo sencillo. Hazme generoso, no solo con mis bienes, sino con mi tiempo, mi atención y mi compasión. Hazme feliz, no por lo que tengo, sino por lo que doy. Amén.
Reflexión final
Mientras escribía este testimonio, recordé el Evangelio que se leyó este domingo. Jesús habla con firmeza, pero también con ternura, sobre lo que verdaderamente importa: cómo tratamos al más pequeño, al olvidado, al que no tiene un plato de comida o una voz que lo defienda.
Y dice algo que me confronta cada vez que lo escucho:
“Tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; fui forastero y me recibieron; estuve desnudo y me vistieron; enfermo y me visitaron; en la cárcel y vinieron a verme. [...] Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicieron.” — Mateo 25, 35-36.40
Hoy pienso en Chepito. En su historia, su esfuerzo, su lucha… y no puedo evitar imaginar que, en su mirada de gratitud, también estaba Jesús. Porque cuando ayudamos desde el corazón, sin esperar nada a cambio, estamos tocando el cielo con gestos humanos.
Ser feliz no siempre es lograr grandes cosas. A veces, es simplemente reconocer que Dios pasó por tu vida... en forma de prójimo. Y tú supiste responder.
¿Te gustó esta reflexión?
Déjanos tus pensamientos, comparte este artículo con alguien que necesite un poco de luz.
Y si algo tocó tu corazón… no lo ignores. Guárdalo como semilla y déjalo crecer.



_JPEG.jpeg)
Comentarios