top of page

No soy mi pasado

Fui herido, fui soberbio, pero Dios me hizo nuevo


Durante mucho tiempo creí que debía protegerme del mundo con orgullo, respuestas rápidas y una versión exagerada de mí mismo. No sabía que debajo de todo eso había un corazón herido que solo quería sentirse valioso. Pero Dios, con paciencia y amor, me mostró que mi pasado no es mi identidad, que mis errores no son mi nombre, y que siempre es posible comenzar de nuevo. Hoy quiero contarte cómo Él me hizo nuevo.


Vista a nivel de ojo de una iglesia antigua con luz suave entrando por vitrales
El pasado me hirió… pero Dios me sanó. Hoy camino sin máscaras, sin miedo, con el alma renovada.

El escudo del orgullo


A veces el pasado no duele por lo que vivimos… sino por cómo aún nos siguen viendo quienes no saben quién somos hoy.

Durante años, caminé con una armadura hecha de orgullo y soberbia. Pero lo más doloroso no era el escudo… sino el corazón que estaba escondido detrás, un niño herido que solo quería sentir que valía algo. Un joven que, por años, cargó el peso de ser señalado, comparado, disminuido por algo tan simple como su estatura.


Y aunque intenté defenderme con todo lo que tenía, terminé perdiéndome a mí mismo.


En mi adolescencia sufrí bullying, y aunque hoy lo reflexiono con madurez, en ese tiempo sentía que cada burla era un recordatorio de que yo era “menos”. Que nunca alcanzaría lo que otros sí. Que algo tan físico y superficial podía definir toda mi historia. Y terminé creyéndolo.


Así construí un muro.

No de ladrillos, sino de actitudes.

De respuestas rápidas, de querer sobresalir, de mostrar que era el más inteligente. Ese personaje no nació de mi grandeza, sino de mi herida. “Si me duelen, al menos verán que soy brillante”, pensaba sin pensarlo. Quería demostrar algo… pero ni yo sabía a quién.


Cuando llegué a la universidad, ya no era el chico indefenso, era el que nunca se dejaba. El que hablaba fuerte. El que tenía una opinión para todo. El que buscaba estar por encima antes de que alguien intentara ponerlo abajo. Esa soberbia disfrazada de seguridad que podía incomodar… pero era mi forma de no sentirme vulnerable.


Hoy lo entiendo:

No era maldad... era miedo.


Era un corazón que no quería volver a sentirse pequeño.

Era mi yo del pasado luchando desesperadamente por sentirse valioso… sin saber que el valor no venía de la estatura, ni de la inteligencia, ni del aplauso. Venía (y siempre vino) de Dios.


Y quizá lo más fuerte de todo…

es que Él estaba ahí, incluso cuando yo me escondía detrás de mis máscaras.


El despertar


Hubo un momento que marcó un antes y un después.

No fue una tragedia, ni un evento extraordinario. Fue algo tan cotidiano como un trabajo en grupo durante la universidad. Pero a veces, es en lo ordinario donde Dios permite los mayores despertares.


Recuerdo discutir acaloradamente con uno de mis mejores amigos. Yo quería tener la razón. Quería que todo saliera perfecto. Que las cosas fueran como yo decía. Y lo peor es que no era por maldad… era por orgullo. Por miedo. Por no perder ese “control” que me había inventado para sentirme seguro. Para no volver a ser aquel chico del que se burlaban.


Nos dijimos cosas que no debimos. Y cuando vi a mi amigo marcharse dolido, lo entendí todo.

Me estaba perdiendo en un personaje que yo mismo había construido. Un personaje que creía que debía ser perfecto, saberlo todo, tener la última palabra. Porque si no era así, tal vez volverían a verme como antes... vulnerable.

Y lo más duro fue descubrir que esa herida que tanto escondía… ya no solo me hacía daño a mí, también comenzaba a herir a los demás.


Ese día fue el primer llamado de atención.

No uno externo, sino interno. Y creo firmemente que fue Dios quien lo permitió. Que me miró con misericordia y me dijo:

“Ya no tienes que defenderte… yo te estoy cuidando.”


Ahí comenzó el proceso. El de soltar. El de sanar. El de dejar de buscar “ser visible”.


Porque siempre me gustó aprender, aportar, compartir ideas… pero muchas veces lo hacía con un corazón herido, buscando validación. Mi voz no era para construir, era para ser escuchado. Ser reconocido. Sentirme importante.


Hasta que entendí que ya no necesitaba demostrar nada.

Que el valor ya lo tenía. Que mi dignidad no venía de brillar, sino de ser luz para otros. Y entonces empecé a callar más, escuchar más, ceder más. A dejar de buscar los reflectores para comenzar a apuntarlos hacia los demás.


Dejé de ser el que quiere destacar en todo, y comencé a ser el que ayuda desde el silencio.

Si alguien necesitaba ayuda con un curso numérico, yo estaba ahí. Si se acercaban los exámenes, organizaba reuniones de estudio con los que más lo necesitaban.

Ya no se trataba del “yo”, sino del “nosotros”.


Y descubrí que en ese cambio, en ese servicio desinteresado, en esa humildad silenciosa…

Dios estaba sanando mi alma.

Porque cuando tú ya no buscas ser el centro, permites que Él lo sea.

Y cuando dejas de construir tu vida sobre heridas, Dios la reconstruye sobre su amor.


“Toda persona que está en Cristo es una creación nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha llegado.” 2 Corintios 5,17

La presencia que transforma


Aceptar que había actuado mal… dolió.

Dolió en lo más hondo. No por vergüenza ante los demás, sino por la decepción que sentí al verme a mí mismo desde la verdad.

Y ese dolor fue silencioso. Profundo. De esos que no se cuentan fácilmente.

Pero ahí, en medio del quebranto, hice lo único que podía hacer: doblar rodillas y abrir el corazón.


Le dije a Dios:

“No quiero seguir siendo así.

Ayúdame a dejar atrás este ego, esta soberbia, esta herida que solo me aleja de los demás.

Hazme nuevo. Enséñame a ser humilde. Muéstrame quién puedo llegar a ser contigo.”


Y en esa oración sincera, algo cambió.

No fue un libro, ni un sermón, ni una crisis. Fue el cansancio. Un agotamiento interno de ser siempre “el que podía solo”, el que tenía que destacar, el que debía ser fuerte y no mostrar grietas. Un día, simplemente me cansé. Me vi en el espejo y no reconocía a ese que hablaba tanto, que corregía a todos, que siempre tenía una opinión lista para defenderse antes de ser atacado, aunque nadie estuviera atacando.


Y fue ahí, en ese silencio de alma, donde Dios me habló.


No con palabras audibles, sino con una presencia que me quebró por dentro. Me mostró que no necesitaba seguir construyendo una torre para sentir que valía. Me abrazó en lo más profundo de mi herida. Me mostró que Él me había amado incluso cuando yo aún era ese joven soberbio y herido. Me reveló que su gracia no me pedía que fuera perfecto, sino sincero. Y por primera vez, me dejé amar.


Comencé a buscar momentos de silencio, de oración. Empecé a reconocer lo que antes no veía. Dejé de hablar por necesidad y empecé a hablar con propósito. Dejé de alardear y empecé a servir. Descubrí que la humildad no era rendirse… era descansar en la certeza de que ya no tenía que probarle nada a nadie. Ni a mí mismo.


Y en ese nuevo andar, sentí paz. Una paz que nunca había conocido. Una paz que no dependía de aplausos, ni de títulos, ni de visibilidad. Era la paz de sentirme visto por Dios. Suficiente. Amado. Sanado.


“Y cuando me busquen me encontrarán, siempre que me imploren con todo su corazón.” Jeremías 29,13

El eco del pasado y la libertad de soltarlo


Las reuniones con amigos del colegio o la universidad a veces traen consigo risas, recuerdos… y comentarios del pasado. De cuando me molestaban. De cómo reaccionaba. De lo orgulloso que solía ser. Lo mencionan como una broma, sin malicia. Y yo sonrío. Pero no desde la burla, sino desde la comprensión.


Porque ya no soy ese.


Ese chico que se defendía con sarcasmo. Ese joven que necesitaba ser el más visto. Ese “yo” que vivía a la defensiva… ya no me habita. Lo entiendo, lo abrazo, pero ya no lo cargo.


Y si hay quienes aún me ven como aquel del pasado, los bendigo. No porque tengan razón, sino porque quizás aún no han descubierto el milagro del cambio, del renacer interior. Pido por ellos, porque si están aferrados a una versión vieja de mí, quizás también estén aferrados a una versión vieja de sí mismos.


Dios me hizo nuevo. No me cambió de golpe, me reconstruyó con ternura. Me enseñó a mirar atrás solo para agradecer el camino… no para vivir encadenado a él.

Te comparto esta oración para ti o alguien que lo necesite:


Señor,

gracias por no verme como yo me veía,

por atravesar mi armadura y tocar mi herida con tu ternura.

Gracias por no rendirte cuando yo me escondía detrás del orgullo.

Hoy te entrego mi pasado, mis errores, mis máscaras…

y recibo tu verdad como mi nueva identidad.

Hazme humilde, hazme libre, hazme nuevo.

Y que lo que algún día fue herida…

ahora sea testimonio de tu poder sanador.

Amén.


Si este mensaje ha resonado en tu corazón, o crees que puede sanar a alguien más… compártelo.


Nuestras palabras, cuando son sinceras, se convierten en puentes para que otros también encuentren libertad.

No somos nuestro pasado.

Somos lo que Dios puede hacer con nosotros… si le dejamos entrar.


 
 
 

Comentarios


Sobre mi

1000007293 (1).JPEG

Emproista guatemalteco, inspirado a compartir el amor de Dios desde lo real, lo cotidiano y lo profundo. Creo firmemente que Dios sigue hablando hoy, y este rincón es una forma de escucharlo juntos, con el alma abierta y los pies sobre la tierra.

Dejé de hablar por necesidad y empecé a hablar con propósito.

#FeEnMovimiento

¡Síguenos en nuestras redes sociales!

  • Instagram
  • Tik Tok
  • Substack

bottom of page